Contenido Extra: El príncipe bestia
Señor George Gregg, en su oficina privada entrada la medianoche
El sonido del reloj de péndulo que resonaba en el pasillo fuera de su oficina alertó a George de lo tarde que era. Trabajaba demasiado, eso era cierto. Siempre había sido así: el trabajo era mejor amante que cualquiera de sus esposas, incluida Jacqueline, que había hecho las maletas y se había marchado a los pocos días de la desaparición de su hija, Abby.
No tenía idea de adónde había ido hasta que recibió la compensación que le envió el Programa de Novias Interestelares. Era una maldita locura.
Su propia hija lo había abandonado. Se había ido de la Tierra y dejado atrás todas las comodidades que él le había dado, ¿y para qué?
¿Por amor verdadero? Eso no existía. Él lo había buscado por más de sesenta años.
¿Todo para tener una llamada «pareja perfecta», que sería un extraterrestre? ¿Y que además la elegía un maldito algoritmo informático para la novia impaciente?
Todo eso era una basura; los extraterrestres lavaban el cerebro a mujeres humanas vulnerables y desesperadas para que aceptaran animales como compañeros. Criaturas. Monstruos. Malditos alienígenas. Todo lo que hacían o decían era una mentira destinada a controlar a la humanidad, y lo iba a demostrar, aunque fuera su último acto en esta Tierra.
Para colmo de males, su esposa había solicitado un divorcio rápido y esperaba la aprobación final antes de que ella también tuviera la intención de emparejarse con un extraterrestre y marcharse de la Tierra. Que así fuese. Había estado solo la mayor parte de su vida. Sabía cómo lidiar con las horas interminables y una cama vacía.
Una corriente fría pasó por el suelo, una sensación que solo sentía cuando alguien abría la puerta. Nadie estaba despierto a esa hora, ni siquiera su mayordomo.
—Eres el señor Gregg, supongo.
George levantó la cabeza de golpe y miró boquiabierto a la persona plantada frente a su escritorio. Su cabello era plateado, no rubio, tampoco platino, sino plateado. Sus ojos eran de un tono verde azulado que nunca había visto en un humano. Su ropa parecía recién salida de un almacén de BDSM o de modelos para una revista de cuero y cadenas. La poca piel que podía ver estaba cubierta de tatuajes. Si eso no fuera suficiente, los colmillos que vio cuando ella abrió la boca para burlarse de él hicieron que su corazón se acelerara de una forma tan incontrolable —se preguntó si sería de emoción… o terror—, que estaba agradecido de haber pasado al menos una hora en el gimnasio todos los días.
Esta mujer era suficiente para provocarle a cualquier hombre un ataque al corazón.
—¿Quién eres tú? ¿Y qué haces en mi casa?
—Escuché de ti por un conocido mío. —Pasó la larga cola de su pequeño látigo por una mano y lo observó, su mirada era fría y calculadora. Exigente. Implacable—. Decidí que alguien tenía que venir a enseñarte una lección.
—¡¿Qué?! —George se movió para levantarse de su silla. No era un hombre pequeño, ni tampoco inepto. Ya no tenía treinta y tantos años, pero seguía siendo rápido y fuerte; más que una mujer.
Con un chasquido que sonó como el estallido de un trueno dentro de su oficina, un látigazo aterrizó sobre su escritorio.
—No dije que podías pararte frente a mí, ¿verdad?
Joder. Ella volvió a blandir el látigo de nuevo y una sacudida de lujuria salió directamente de sus oídos, bajó por su espina dorsal y se alojó en su miembro. No se había sentido tan duro por una mujer en años.
La misteriosa desconocida, una alienígena, porque tenía que estar loco para no reconocer a un alienígena cuando lo veía, fue al otro lado de su escritorio y pasó el extremo de su látigo sobre su hombro, envolviéndolo luego alrededor de su cuello. Ella no parecía ser joven e inocente, tal cual era su elección habitual con las mujeres. No, ella tenía experiencia; confianza en sí misma. Era peligrosa. Él no se movió, y tampoco se atrevió a hacerlo, porque una vez que se acercó, se dio cuenta de que en realidad era más alta que él. Era endiabladamente sexi, con senos y muslos que quería tocar. Pero no era pequeña. Nada en ella parecía ser frágil o débil.
Su tamaño no era lo que lo mantenía inmóvil. No, eran los colmillos. Y la dureza de su pene traicionero.
Su visitante se inclinó sobre su hombro y le susurró al oído:
—Has sido un chico muy malo, George. Muy, muy malo.
Su risa ronca hizo que su pulso se acelerara. Líquido preseminal salió de la punta de su pene. Nadie se atrevía a hablarle de esa manera. Nadie se le oponía jamás. Entonces, ¿por qué estaba al borde de un orgasmo?
—¿Qué quieres?
—Quiero que me llames «ama». —Se inclinó más y rozó la piel de su cuello con sus colmillos—. Solo cuando te haya dado permiso para hablar. Necesitas aprender qué es el respeto.
Se movió para pararse entre él y su escritorio antes de sentarse sobre el informe que había estado leyendo. Extendió la mano para alcanzar algo entre sus piernas y abrió una solapa de algún tipo para revelar un sexo húmedo y jugoso.
Usando el látigo, tiró de él hacia adelante y sostuvo su boca sobre su húmeda feminidad. Su olor lo volvió eufórico, lo desesperó, pero no se rindió ante él. Tampoco movió su mano ni sacó su lengua.
Porque ella no le había dicho que lo hiciera. Quería esperar su orden.
Estaba esperando el permiso.
Maldición. ¿Qué clase de descabellada psicología era esta? ¿Le importaba?
—Ahora chuparás mi clítoris. Me follarás con tu lengua, lamerás y chuparás mi clítoris hasta que me corra en tu cara. ¿Lo entiendes?
Abrió la boca para responder, pero ella escogió ese momento para tirar del látigo que aún le rodeaba el cuello y cerrar el espacio entre sus labios y su sexo. El pene de George se había abultado hasta que le llegó a doler. Abrió la boca y la devoró.
Sabía a sexo y a calor. A una mujer que estaba impaciente por su miembro. Y no tenía idea de quién era o qué era.
Perfecto.
Sí.