Contenido Extra: Cazada
QUINN
Estaba cansado. Cansado de la batalla y de la cacería. Disfrutaba rastreando a los soldados de la Colmena y acabando con ellos. No siempre era fácil, ni siquiera con mis habilidades. Afortunadamente, aunque solo era un teniente, descubrieron que mis talentos como cazador de élite no se estaban aprovechando al máximo como el protector de Niobe.
A las dos semanas de mi conversación con el Prime, me habían llamado al deber. Desde Everis. Me pidieron regresar a un grupo de cazadores. Yo rechacé la oferta. Aunque haya balbuceado y casi le haya dado una embolia ante esa insubordinación, él ya no era mi jefe. Mi jefe era el Prime.
Ese recuerdo me hacía sonreír. Al final estuve de acuerdo, después de mucha negociación. No iba a volver a cazar como antes. Estar emparejado era cuestión de compromiso.
Solo había acordado participar en una caza ocasional si la CI confirmaba que no llamarían a Niobe para una misión mientras estuviese fuera. El Prime no la llevaría a otro sitio tampoco. Estaría gobernando el universo a salvo desde Zioria.
Solo me había ido por un día y ya deseaba a mi compañera. Mi vida había cambiado precipitadamente. Antes de Niobe, suspiraba por la constante caza. Ahora solo suspiraba por ella.
En el segundo en el que abrí la puerta de mi, o nuestra, casa, supe que no estaba dentro, mi pulso se aceleró con anticipación. Como lo esperaba, encontré una nota en la mesa con un desafío para mí.
Cázame.
Esa palabra era como decir te amo en everiano. En cuestión de segundos, mi miembro se endureció. Diablos, sí. Demonios, amaba a mi mujer. Y sus notas de amor eran la razón por la que siempre me limpiaba antes de poner un pie en Zioria. Sabía lo que me aguardaba y no quería retrasarme para responder a su llamado.
Descarté la nota, me di la vuelta y salí de nuevo. Cerré los ojos. Escuché. Respiré. Apagué el sonido de los pájaros, de los cadetes, del viento. Todo lo que no fuese ella.
Ahí estaba.
Podía oír su corazón latir. Volví la cabeza en esa dirección y despegué. Me moví por el sitio como si no hubiese perseguido a los soldados de la Colmena a lo largo de un baldío terreno espacial.
Fiel a su naturaleza, sus instintos everianos debían de haber hecho efecto. De algún modo, debía de saber que me acercaba.
Algunos días me dejaba atraparla rápidamente, y entonces enterraba mi miembro dentro de ella minutos después de leer las notas. Algunos días, se mantenía en la delantera por horas, provocándome con el olor de su húmedo sexo y el aroma de su piel en las hojas. En esos días, no usaba más que una corta túnica; se subía el pedazo de tela hasta la cintura y mi polla se clavaba dentro de ella antes de que siquiera yaciéramos en el piso.
La primera vez que la derrivé y la follé, se corrió a mi alrededor antes de que siquiera tuviera una oportunidad de moverme. De embestirla. De tocarla.
Había hecho que me rogara para correrse de nuevo. Hacía que huyera para poder atraparla una y otra vez.
Después de eso, nos quedábamos en la cama por dos días y nos reportábamos como enfermos. Eso fue lo que dijo. Yo lo llamaba una oportunidad de pasar dos días haciéndole el amor lenta y dulcemente a la mujer que se había convertido en el centro de mi universo.
¿Cuál versión de mi compañera me esperaba hoy?
Mi sangre ardía por descubrir las sorpresas que podría tener en mente. Un nuevo perfume flotaba en el viento, pero reconocí el aroma familiar de mi mujer debajo de las insinuaciones floridas y provocadoras.
La caza había comenzado. Hacíamos esto a menudo: la caza y el sexo que venía después. En lo más profundo del bosque, mi compañera estaría esperando. Desnuda. Con las piernas abiertas. Deseosa. Tan desesperada como yo.
Pero esta vez no se detuvo. No esperó. Solo se movía en círculos alrededor del bosque más cercano. Me detuve, sin siquiera perder el aliento después de tantos minutos. Sabía a dónde iba esto. No tenía que seguirla, solo desviarme en una línea recta directamente a donde se encontraba. Esta vez, me encontraba genuinamente sorprendido.
A casa. Iba a casa, a la pequeña casa que me había invitado a compartir con ella; la cómoda y acogedora parte de este mundo que solo era mía y suya.
Pateé la puerta mientras sentía su húmedo calor. Su deseo. Escuché su respiración agitada y débil, entrecortada por el deseo. Su corazón latía con rapidez, como el mío, eufórico por la persecución.
Me dirigí a la habitación y la encontré en nuestra cama. Desnuda. Esperando.
Mía.
—Bienvenido a casa, compañero.
Sus suaves palabras eran femeninas y llenas de deseo; una invitación tan evidente como la mirada que me daba sobre su hombro, desnuda y a horcajadas, con el trasero hacia la puerta. Tenía las piernas abiertas y su sexo claramente a la vista, brillando como la llamada de las diosas.
Antes de dar dos pasos ya quedé desnudo, luego me posicioné detrás de ella, introduciendo mis dedos en su interior.
Gruñó en protesta.
—Quinn, por favor. Te necesito.
Su cuerpo se estremeció mientras jugaba. Ahora que estaba en mis brazos, mi necesidad de cazar se transformó en una necesidad de dominar y de reclamar.
—Todavía no. Pero me tendrás.
Gimió cuando le di la vuelta; la protesta en sus labios murió mientras me dirigía hacia su sexo y succionaba su clítoris. Elevando la cabeza para exigir su sumisión, me encontré con su mirada. No aparté mis ojos de los suyos.
—Coloca las palmas en la pared, compañera. Y no te corras sin permiso.
—¡Quinn!
Mi nombre fue como un suave gemido mientras su sexo se contrajo alrededor de mis dedos con pequeños espasmos. Me obedeció, incapaz de decirme que no; alzó sus brazos y los colocó sobre su cabeza, haciendo que sus hermosos y suaves senos estuvieran a la vista.
La hice gritar. La hice rogar. Y cuando terminé, ambos quedamos sudorosos y exhaustos. Luego la sostuve en mis brazos mientras dormía.
Era mía. De verdad. Le pertenecía, le pertenecía de verdad. En corazón y alma. En cuerpo y mente. Todo lo que había sido palidecía en comparación a ser suyo. Por el honor de sostenerla.
Se acurrucó en mi pecho, colocando su pierna sobre la mía. Su brazo se sentía pesado y cálido en mi estómago. Estábamos desnudos. Piel con piel. Tan cerca como lo estarían dos amantes.
Suspiré. Ella alzó su cabeza, besando mi pecho.
—Te amo, Quinn. Ahora ve a dormir.
—Sí, señora vicealmirante.
Me dio un golpe juguetón en el muslo.
—No me llames así en la cama.
—¿Y cómo debería llamarte, Niobe?
Sintiéndome duro, la puse boca abajo, separé sus piernas y entré en ella desde atrás. Sus uñas se clavaron en la cama, retorciéndose y tratando de aferrarse mientras su suave gemido se transformaba en un jadeo, y después en gritos al llegar al orgasmo.
—Mío, cazador. Eres mío.
Me posicioné sobre ella, coloqué su cabeza a un lado y le mordisqueé el cuello follándola lentamente; mis caderas embestían su suave trasero, y su espalda se arqueaba, tratando de sentirme más profundamente. Me moví de lado a lado, dentro de ella, hasta que se estremeció e hizo que me corriera; hasta que sus gritos no fueron de necesidad, sino de sumisión.
Solo entonces me di por vencido.
—Soy tuyo, compañera. Por siempre.